Por: Jorge Rodríguez
Llego a La Teatrería con grandes expectativas, cosa poco usual cuando voy a ver una nueva obra de teatro. Generalmente intento evadir cualquier tipo de spoiler, reseña u opinión; incluso evito leer la sinopsis de las obras, para que sea más fácil dejarme sorprender. Sin embargo, esta vez ya había escuchado los elogios que “Hay un lobo que se come el sol todos los inviernos” recibió en su anterior temporada, y sabía que no podía perdérmela en esta ocasión. Entro al teatro, y de inmediato llama mi atención aquella estructura transparente llena de humo, invitándome a perderme en esa nube fría y oscura. Entonces, decido olvidarme del tráfico de la ciudad, y dejarme envolver.
Al apagarse las luces, una madre nos cuenta la tragedia que ha azotado a su familia: una noche violenta en la que se vieron obligados a huir de su propio hogar, y la cual cobró la vida de una de sus hijas. Más tarde, descubrimos que esta historia es una memoria nublada de la infancia de Leo, un joven quien ha sido detenido después de cometer una serie de asesinatos, y quien espera pacientemente en su celda a que el juez dicte su sentencia. A lo largo de la obra, exploraremos la relación complicada entre Leo y su familia, y entenderemos el trauma que ha orillado a nuestro protagonista a cometer los actos más atroces posibles.
Hay un Lobo es dirigida por el talentoso Christian Magaloni, cuyo trabajo previo conozco y admiro. Tal como es su estilo, la obra está habitada por personajes sumamente complejos, y que poco a poco van removiendo sus capas para permitirnos entender la crisis en la que se encuentran. Encabezando el elenco, está Roberto Beck en el personaje de Leo, quien es una verdadera bestia en escena. No solamente por la presencia que tiene, sino porque es capaz de transmitir inmensa emoción en acciones cortas y precisas. El resto del elenco no se queda atrás, pero resalto especialmente el trabajo de Pilar Ixquic Mata como la madre de Leo, quien logra a su vez transmitir todas las emociones intensas propias de la madre de un asesino.

Hay una propuesta sumamente interesante en el espacio creado por Miguel Moreno, diseñador de escenografía y de iluminación. Vemos un pasillo conformado por paneles de un material transparente, el cuál me remitió de inmediato a la caja usada por Joe Goldberg para atrapar a sus víctimas en la serie de Netflix, You (¿coincidencia?). Este dispositivo permite al director contarnos la historia de Leo de una manera muy ingeniosa. Los actores transitan entre los diferentes planos del escenario: al fondo, dentro de la caja de cristal, y frente a ella. Y este juego cobra sentido cuando la acción comienza a ocurrir de manera simultánea, en diferentes niveles: vemos el presente de nuestro personaje, pero además vemos su pasado y sus mas oscuros secretos. Visto de otra manera, el personaje nos revela su pensamiento consciente, subconsciente e inconsciente, guiándonos así a descubrir la raíz y el motivo de sus acciones.
Más que plantear preguntas sobre la posibilidad de redención de un criminal, Hay un Lobo simplemente expone la mente compleja de una persona que vive atormentada por el dolor. Tampoco se nos dan respuestas concisas sobre el pasado del personaje, ni se nos aclara aquel suceso traumático que parece ser el motor de Leo a lo largo de su vida. Contrario a la tendencia que siguen muchas historias de asesinos seriales, las cuales suelen enfocarse en los crímenes mismos, Hay un Lobo es más bien un estudio de personaje que invita al cuestionamiento sobre el origen de la maldad y la crueldad en el ser humano.
Para mí, la debilidad del montaje recae un poco en el texto mismo, escrito por Gibrán Portela. Aunque está llena de saltos temporales, la obra tiene una estructura relativamente lineal. Conocemos a Leo desde su infancia, pasando por el abandono de su madre y la relación compleja con su padre y su hermano, a través de los años. Pero es cuando llegamos a la edad adulta del protagonista - el momento crucial en el que comienza a cometer crímenes - que la obra deja de compartirnos información vital sobre los hechos. No se nos explican los actos de violencia que Leo comete ni el devenir de sus víctimas; simplemente se nos dice que esas víctimas existen, y el resto queda abierto a la interpretación.
Por supuesto, esto es una decisión consciente. La obra no necesita que el público conozca los crímenes de Leo para exponer la gravedad de su estado psicológico. Sin embargo, el autor decide enfocarse en el impacto que las acciones de Leo tienen sobre sus padres y su hermano, en vez de explorar más a fondo la relación que él tiene consigo mismo. A mi parecer, esto genera una barrera que dificulta al público empatizar con Leo. Y esto no es necesariamente un error. De hecho, me parece que la obra pretende exactamente eso: primero involucrarnos a nivel emotivo con Leo, y luego distanciarnos para poder analizar su caso de manera más fría y objetiva. Mi único problema con esto es que la obra deja una especie de blue balls dramático: comienza invitándome a entender la historia “completa” de un personaje - en sus diferentes planos y niveles - pero después deja de contármela. Y entonces, ¿por qué generar un dispositivo que nos permite analizar tan detalladamente a un personaje, si al final no terminamos centrándonos en él?

Dicho lo anterior, creo que Hay un Lobo es una obra extremadamente acertada. Parecería que la intención es dejarnos con ganas de más; con dudas, y con una necesidad de discutir lo que acabamos de ver, en un intento por atar cabos sueltos. Hay un Lobo no hace declaraciones, ni dicta sentencia sobre el tema que trata. Al contrario, invita al diálogo. Y si una obra logra que hablemos de ella, no se me ocurre cómo podría ser más exitosa. Así que quizás no salí del teatro necesariamente sorprendido o conmovido. Pero sí con ganas de regresar.
“Hay un lobo que se come el sol todos los inviernos” se presenta todos los martes a las 8:30 pm en La Teatrería, hasta el 4 de marzo.