Por: Jorge Rodríguez
Por lo general, las obras que suelen permanecer en nuestra memoria son las que nos revelan alguna verdad de la vida y el ser, como si recurrir al teatro implicara una especie de terapia para el alma. Pero al mismo tiempo, las obras a las que solemos regresar una y otra vez son esas en las que nos olvidamos del mundo, y nos permitimos ser incondicionalmente felices – libres de preocupación – durante el tiempo que dura la función. Al final del día, nada resulta más gozoso que ver una obra que atrapa tu atención de inmediato, y que tiene todas las condiciones ideales para adentrarte de lleno en la ficción; ya sea con la intención de perderte y quedarte ahí un rato, o de encontrar algo más.
En el caso del nuevo montaje de Los Endebles, nos topamos con una obra que comienza ligera y jocosa, pero que poco a poco se va enredando y convirtiéndose en un acertijo difícil de resolver. Vemos al aclamado director de teatro, Marc Killman, quien contrata a la famosa dupla de actores, mejor conocidos como El Gordo y El Flaco, para representar el infame asesinato del presidente de los Estados Unidos a manos de un actor de teatro. Más tarde, esta escena se desdobla, y vemos a otro trio de personas – igual, dos actores y un director – que buscan representar este mismo hecho histórico, pero interpretando ahora a los personajes anteriormente mencionados. De esta manera, nos adentramos en un juego donde la representación de la representación borra las barreras del tiempo y la lógica, y nos lleva a cuestionarnos la intención que hay detrás de cada telón. ¿En la ficcionalización de la ficción, hay verdad?

Seré franco: este texto no es fácil. Y el simple hecho de que tengamos el más ligero disfrute viéndolo, es solamente gracias al reconocible trabajo de su director y elenco. Boris Schoemann denota un entendimiento profundo de lo que Larry Tremblay pretendía lograr con su obra, pero al mismo tiempo reconoce las flaquezas que puede tener al presentarse ante un público mexicano. Y es a partir de ahí que Boris construye este espacio de transmutación, en donde todo lo que es puede esconder en el fondo algo muy distinto. La dirección abraza por completo la farsa, que le permite jugar con la meta-teatralidad desde un lugar de total libertad y desinhibición, y que además funciona como un vehículo perfecto para explorar uno de los planteamientos temáticos más interesantes de este montaje: la conducta que proviene de un hecho doloroso.
El director trasmite este acertado análisis del texto con su elenco, quienes lo llevan a escena con total proeza. Cristian Magaloni muestra la destreza escénica que lo caracteriza, transitando con habilidad entre los múltiples personajes que se le plantean, y que además me parecen los más complejos del texto original. Emmanuel Lapin y Nelson Rodriguez funcionan a la perfección cuando están en conjunto – haciéndole honor a la dupla de El Gordo y El Flaco – y son quienes le dan ritmo y muchas veces sentido al montaje. En lo personal, creo que es Emmanuel quien destaca más en este elenco; su actuación es un elemento inesperado que le da dinamismo y frescura a una dramaturgia de por sí densa, y que contrasta con la complejidad un poco más sobria de sus compañeros en escena, acercándola al público. Pero en general, este elenco resulta coherente y, sobre todo, efectivo. Con capas de significado en cada escena, logran entretener en un primer plano, y transmitir emoción y discurso en el resto. Otra vez, interpretar a actores que interpretan a otros actores no suena nada sencillo, y mucho menos debe ser hacerlo. Pero este elenco nos entrega un trabajo que, si bien parece no costarles, esconde mucha complejidad y disciplina. De lo más aplaudible en este montaje.
Es probable que muchos, como yo, necesiten revisitar esta obra para terminar de comprender las diferentes aristas temáticas que aborda; o para tener claro el objetivo de hablar sobre una figura histórica ajena a nuestra cultura, y proveniente de un país que, además, parece ser cada día más problemático. En ese sentido, me parece que la elección de este texto es muy acertada. La revisión de los valores estadounidenses y de su identidad como nación a través del teatro; el medio por excelencia para la reflexión a través de la risa. Esta obra nos invita a enfrentarnos con el mundo en decadencia a través del reconfortante velo de la ficción; a entender que, desde la comodidad de la butaca, y con la intervención lúdica de los actores, el teatro es capaz de revelarnos los secretos más oscuros sobre el poder, la ambición y la trascendencia histórica. Sí, podemos reírnos de Estados Unidos como nación, pero esa risa eventualmente nos llevará a descubrir algo que es más mexicano de lo que pensamos; más humano.
Abraham Lincoln va al teatro tiene los ingredientes necesarios para convertirse en un hilarante y rico campo de juego, aunque igual puede sentirse como un desafío complejo, al que quizás algunos opten por no entrarle. Pero su fortaleza más grande es que entiende esta dualidad, y la abraza. Este es un montaje que le abre las puertas a todos, desde el espectador primerizo hasta el más experimentado, y que nos invita a participar en este viaje a través de las dimensiones teatrales; ya sea en busca del placer o de la verdad absoluta.
Abraham Lincoln va al teatro se presenta todos los lunes y martes a las 8:00 pm en el Teatro La Capilla. Funciones hasta el 24 de junio. Boletos disponibles en taquilla y en línea.