Por: Jorge Rodríguez
En días pasados, una situación personal – repentina, pero no inesperada – vino a moverme el mundo. Mi abuelo de 80 años de edad, quien había pasado los últimos 2 años sufriendo los estragos de la demencia, murió el sábado 10 de mayo del presente año. Aún cuando su enfermedad degenerativa se había agravado por meses llevándolo a extremos irreconocibles, y cuando mi familia entera se había reunido para orar por su descanso; pensar en su inminente partida no dejaba de ser algo, en extremo doloroso. Pero, curiosamente, cuando al fin ocurrió lo inevitable, no me invadió el dolor. Más bien, sentí un extraño alivio lúgubre; ese que sentimos cuando un dolor intenso de pronto desaparece. Cuando no nos acostumbramos a la idea de que todo ha terminado. Cuando parece, de forma inexplicable, que esa parte del cuerpo que nos han arrancado aún cosquillea. El miembro fantasma; ese al que nos toma tiempo decirle adiós.
Fue así – aún herido, y sin poder nombrar exactamente lo que sentía – que regresé al teatro en busca de refugio y consuelo. Y entonces, llegué a ciegas (como es usual) a una pieza de teatro documental que conectó conmigo a un nivel extremadamente personal y profundo. Fotografía Fantasma se presenta como un menú, tal como el que veríamos en una fonda de comida corrida: se nos explican los tiempos que están disponibles – como dándonos a entender que podemos elegir cuál probamos y cuál no – y comenzamos con el festín de emociones. Muy al estilo del biodrama, la actriz y autora Fernanda Edith (Toral) nos relata los encuentros que ha tenido con la muerte: primero la de sus tortugas, luego la de sus abuelos y la de su tío. Conforme avanzamos de un plato al otro, ella nos guía a través de los diferentes métodos que desarrollamos para atravesar el duelo y para construir recuerdos; ya sea tomando fotografías, guardando un objeto que le perteneció a la persona en vida, o acercándonos al arte para hacerle preguntas. Esta obra es una especie de conferencia acerca de la muerte; de cómo nos afecta, y de cómo seguimos adelante después de que ocurre. Porque cuando alguien muere, nos pasa de todo, y a la vez parece que no pasa nada.
El texto – que yo llamaría más bien una partitura escénica – está bellamente construido a partir de las reflexiones, las dudas y las memorias de la actriz. Y en manos de su director, Alejandro García, esta obra se materializa como una experiencia performática en la que el público es en todo momento un elemento activo de la escena. De hecho, precisamente por eso me atrevo a referirme al texto como una partitura, más allá de una dramaturgia en el sentido más tradicional; pues es a través de la interacción con el público que la obra termina de construirse in situ, y el texto pasa a ser, más bien, una luz guía que un camino claramente pre-establecido.

En este sentido, Fernanda y Alejandro construyen hábilmente un dispositivo escénico que les permite explorar las diferentes vertientes de reflexión que surgen a partir de la muerte humana; y que es además extremadamente funcional cuando se trata de mantener la atención del espectador e inspirarlo a involucrarse. En mi parte favorita de la obra, la actriz invita a la sala a subir al escenario, uno a uno, a externar sus pensamientos acerca de la muerte mientras ella prepara hot cakes para todos. Este momento, además de emotivo, carga el escenario de energía y lo convierte en un espacio de comunión en torno al duelo y a la sanación. Por su parte, el diseño de escenografía y de vestuario a cargo de Majo Miselem, y la iluminación de Xalli Estévez, terminan por construir un espacio que dialoga directamente con la exposición museográfica, y que exacerban el carácter documental del montaje hasta convertirlo en un escenario vivo.
Sí debo mencionar que en su momento sentí que la obra no contaba con un final suficientemente contundente, en especial si se considera la emoción que logra transmitir a la mitad de la función. Sin embargo, en retrospectiva, me parece que la autora y el director de este montaje realizan una labor muy reconocible en términos de curaduría escénica; otorgándole al público todas las herramientas que necesita para buscar, por su cuenta, su propio cierre. Sí, tal como ocurre en el proceso de duelo.
El documento es un acto de crear memoria. De llenar de significado ese espacio que se ha quedado vacío. Y eso es algo que este equipo entiende a la perfección. No solamente toman la vida de su actriz para contar una historia con la que el espectador puede identificarse, sino que además lo guían para escarbar entre sus propios recuerdos y donarlos a la escena. Fotografía Fantasma rompe el paradigma del documental como un hecho verídico pero ajeno, y lo convierte en una realidad que se puede ver, oler, probar y sentir. Y no miento cuando digo que esta compañía me hizo sentir, en lo más profundo. Me hicieron sentir de nuevo a mi abuelo, y me ayudaron a nombrar ese dolor con el que entré al teatro, para dejarlo salir.
Fotografía Fantasma se vive como un círculo de sanación; donde, como espectadores, nos reunimos para preguntarle a los poetas cómo podemos seguir adelante. Nos invita a recordar; y en el acto recordar, nos ayuda a re-construir un nuevo sentido para aquello que antes pareció perderlo. Esta obra es un clavado – en seco, pero siempre acompañado – a ese espacio que dejan las personas que se van de nuestra vida. Al vacío, que, con lágrimas y tiempo, se llena de memoria. Y para terminar – con el riesgo de caer en el cringe o en el cliché incómodo – cito la canción con la que yo despedí a mi abuelo:
“en esta casa no existen fantasmas […]son mil sentimientos,
de lo que vivimos cuando tú estabas aquí.”
Fotografía Fantasma tendrá cuatro últimas funciones, del jueves 22 al domingo 25 de mayo, en el Teatro Benito Juárez. Boletos disponibles en taquilla y en Ticketmaster.