Por: Jorge Rodríguez
Cuando se anuncia que se estrenará un nuevo montaje de una obra galardonada en el Centro Cultural Helénico – una historia llevada a la escena a manos de uno de mis directores favoritos, y con un elenco que impone desde que uno mira el cartel – en verdad es difícil manejar las expectativas. Pero ni las críticas de otros montajes en el extranjero, ni mi experiencia previa viendo a estas actrices en otros proyectos pudieron prepararme para la experiencia que tuve el fin de semana pasado en el teatro, y que puede ser una de las más emocionantes y cautivadoras que he tenido este año.
La dramaturga británica, Alice Birch, nos cuenta la historia de una familia; de su hogar, y de cómo un dramático suceso deja una marca imborrable que se irá heredando por generaciones. Después de un intento fallido por quitarse la vida, Caro se verá obligada a encontrar un motivo para permanecer en este mundo a través del nacimiento de su hija, Ana. Sin embargo, las secuelas latentes del profundo dolor de su madre guiarán a Ana por un camino de autodestrucción, que eventualmente dará paso al nacimiento de Ivonne. De esta forma, el tiempo revelará la fragilidad de estas tres mujeres, su salud mental, y su apego emocional con la casa que las cobijó durante los momentos más devastadores. Esta obra nos expone – de manera poética, casi épica – la fuerza del trauma, que abre un abismo en la existencia de las personas; un agujero negro que sigue absorbiendo la vida que encuentra a su paso, incluso cuando esas personas ya no están.
Comencemos por lo más evidente: este texto es precioso, y la traducción de Paula Zelaya Cervantes hace que se sienta verdaderamente cercano, pero a la vez atemporal. Anatomía de un Suicidio se vive como un concierto monumental, que nos guía a través de cada escena hacia la inminente catarsis. Las líneas temporales de Caro, Ana e Ivonne se encuentran y se mezclan como melodías de un mismo movimiento – perfectamente orquestado – cada una con sus motivos particulares. Cristian Magaloni demuestra su entendimiento profundo y completo de este texto, y lo enaltece a través de recursos como la composición escénica y el trazo, meticulosamente diseñado. Si bien la dramaturgia ya propone el encuentro de diferentes generaciones alrededor de un mismo tema, este director pone a sus personajes a dialogar a través del espacio-tiempo, contestándose unas a otras esas preguntas que nunca tuvieron respuesta. Quizás lo más aplaudible en materia de dirección sea la precisión que logra en el ritmo del montaje, y en la progresión de las escenas a nivel emotivo y de desarrollo de personaje. Otra vez, no exagero cuando digo que esta obra se siente como una sinfonía. Cada elemento interviene en el momento adecuado, con el volumen, la duración y la intención precisas, y todo funciona en beneficio de la progresión del drama. Y sí, suena a que esto debería ser lo básico para un director de escena. Pero lograrlo tan exitosamente, con una ejecución tan limpia y clara, y sin sacrificar el disfrute ni afectar la atención del espectador, es algo que no vemos todos los días.
Ahora bien, Cristian Magaloni no está solo. Se ha rodeado de un equipo creativo con su misma entrega y compromiso, para darle dimensión, color, contraste y sustancia al dolor de estas tres mujeres. Anna Adrià y Marcela Vethencourt han creado un espacio liminal que propicia ese diálogo entre las líneas temporales de los personajes, y que al mismo tiempo une sus historias a través de la imagen de la casa: ese lugar que es refugio, y a la vez prisión. Un lugar donde se puede habitar la memoria. La iluminación de Víctor Zapatero y el diseño de video de Jorge Orozco dotan a este montaje de un tinte cinematográfico que – nuevamente en paradoja – vuelve la escena íntima y a la vez colosal. Finalmente, el vestuario de Giselle Sandiel me parece particularmente acertado; no solamente jugando con los estilos y las épocas, sino también sintetizando de manera visual el devenir de cada una de nuestras protagonistas. Si miramos la ropa con la que cada una de estas tres mujeres comienza y termina la obra, se nos revela la forma particular en la que cada una lidia con el dolor: la contención, la auto-destrucción y la liberación. Sumamente brillante.
Ahora, no podemos hablar de este montaje sin mencionar a su elenco. Y es que, qué pedazo de elenco. Fuera de esas tres mujeres sobre las que ya hablaré en unos instantes, cada integrante de la compañía es un elemento vital, en este reloj suizo que su director ha construido minuciosamente. En el caso de los miembros masculinos del elenco – Antón Araiza, Hamlet Ramírez y Santiago Zenteno – me hace total sentido que sus personajes estén en un segundo plano, pues esta no es su historia. Ellos simplemente contextualizan la realidad de las protagonistas, sin robar la atención en ningún momento, y se convierten más bien en una especie de símbolo, de todos aquellos condicionales que han mermado la salud mental de la mujer a través de las décadas. Por su parte, Amanda Farrah, Montserrat Ángeles Peralta y Lucia Ribeiro podrán tener personajes más pequeños que sus compañeras. Sin embargo, noto igualmente en su trabajo el motivo constante del enfrentamiento de la mujer con el trauma generacional, y cómo cada una lo vive, y lidia con él desde su trinchera.
Y bueno, ahora sí. Las tres mujeres. No mentiré fingiendo que hablo desde la objetividad; lo que más me emocionaba de esta obra era ver a Fernanda Castillo, Paula Watson y Diana Sedano compartiendo la escena. Y no solo mis expectativas quedaron cortas, sino que redefinieron el concepto que yo tenía de una actuación imponente. Lo que logran estas tres actrices es bestial, y a la vez sumamente conmovedor. Y es que cuesta trabajo hablar de cada una por separado, pues su mayor virtud en este montaje, en mi opinión, es que avanzan como unidad. Juntas, construyen la vida de una abuela, una madre y una hija unidas por el dolor, y nos remiten como espectadores a esos referentes de resistencia femenina que todos tenemos en nuestras familias. Somos conscientes que, dentro de la ficción, sus historias ocurren de manera aislada. Y a pesar de eso, en todo momento sentimos que se están hablando entre sí; que, por momentos, una habita la memoria de la otra, en un acto de sanación y de re-construcción. Decir que el trabajo de estas tres actrices es impresionante, es poco. Consolidándose como maestras de la creación de personajes multidimensionales, Fernanda Castillo, Paula Watson y Diana Sedano nos regalan algo que solo puede ocurrir en el teatro: la creación en colectivo de una historia que es indudablemente ficción, pero a la vez sumamente cercana; humana. La historia de tres mujeres marcadas por la tragedia, que sacrifican su propia estabilidad, movidas únicamente por el amor a esa vida que han traído al mundo. Porque una madre nunca nos quiere estables; sino felices.
Anatomía de un Suicidio estremece. Se siente como pisar una zona de combate; un espacio que te aplasta con la energía acumulada de aquellas almas que no volvieron a ver la luz del sol, pero que dieron su vida intentándolo. Y es ahí, en el ojo del huracán – en el origen de la destrucción – que descubrimos el amor más puro que puede existir en este mundo decadente. Esta obra no es solamente una favorita personal instantánea, o una de las puestas en escena más completas, complejas y arrolladoras que han levantado el telón este año. Anatomía de un Suicidio es un homenaje a nuestro origen; a nuestra madre. Un monumento al amor que destruye las barreras del tiempo, y que nos alcanza en lo más hondo. Incluso, en la más profunda oscuridad.
Anatomía de un Suicidio se presenta viernes, sábados y domingos en el Teatro Helénico. Funciones hasta el 22 de junio. Boletos disponibles en taquilla y en línea.