Por: Jorge Rodríguez
Ver teatro a ciegas tiene sus ventajas. Además de facilitar que una obra me sorprenda, ver la mayor variedad de teatro posible, en los diferentes recintos de la Ciudad de México, me ha permitido encontrarme cada cierto tiempo con obras que se sienten como un tesoro. Una playa virgen, quizás desconocida, pero que tiene todo el potencial para convertirse en un paraíso codiciado por muchos. Sonará a exageración. Pero un poco eso es lo que me pasó al ver esta obra, presentándose en el Centro Cultural El Hormiguero.
Al apagarse las luces – y como si de un sueño se tratase – se nos revela la figura de una mujer que habita un espacio liminal, poco claro. De pronto, el entorno se termina de materializar y nos encontramos en una tienda que vende espejos. Nuestra protagonista – joven y hasta cierto punto ingenua – llega a este lugar en busca de un nuevo espejo; uno que no la avergüence cuando mira su reflejo, y que no haga falta cubrirlo de tela para que nadie lo juzgue. El espejo soñado. Al respecto de los sueños, este espacio cotidiano se transformará después en otras tiendas, a la que nuestro personaje asistirá para tratar de adquirir esas cosas que vamos deseando con el paso de los años: un rollo de tinta, para poder seguir escribiendo historias de amor después del primer intento fallido; una planta que florezca en abundancia, pero que no requiera tantos cuidados. Unos zapatos que permitan huir de la vida misma, y de sus horrores. Esta obra nos enfrenta de cara a la insatisfacción personal; al anhelo de aquello que nos hace falta, y la evolución de los deseos con el paso de los años.
Lo primero que pienso después de ver la obra es que, conceptualmente, la dramaturgia es extremadamente ingeniosa. Una serie de cuatro monólogos – cada uno correspondiente a las diferentes etapas en la vida de una misma persona – en los que el personaje asiste a una tienda en un centro comercial, para comprar aquello que le hace falta. El texto no solamente nos expone de forma cercana y realista las preocupaciones y aspiraciones que tenemos como sociedad, desde la pubertad temprana hasta la plena adultez. Además, invita a una reflexión muy interesante acerca de la transformación de los sueños a través del tiempo. Este es un texto que plantea preguntas, y que invita al público a respondérselas a su propio ritmo, con sus propios miedos y esperanzas.
Ahora, más allá del papel, la obra no está exenta de importantes áreas de oportunidad. Comenzando por la actuación, el trabajo de Sandra Montes de Oca – quien es además la dramaturga y productora de este montaje – es francamente disfrutable. Nos habla desde la honestidad (probablemente por el carácter auto-ficcional de su texto) pero no por eso deja de trascender su experiencia propia y de transmitir genuina emoción al espectador. Lo que yo apunto, más bien, es una falta de claridad en cuanto a rasgos de carácter. Aún sin conocerla más allá de la escena, da la sensación de que vemos todo el tiempo a la actriz y nunca al personaje. Sus textos resultan cercanos, sí, pero hasta cierto punto carentes de matiz. Y esto se vuelve aún más evidente cuando pasando la primera mitad de la obra, descubrimos que no se trata de diferentes compradores en el mismo centro comercial, sino una misma persona en cuatro etapas distintas de su vida. En tanto que no vemos una construcción del carácter, no nos queda del todo claro que se trata de la misma mujer; sino simplemente de la misma actriz, interpretando a diferentes personas que parecen ser muy similares entre sí. El texto me invita a creer que deberíamos ver la transformación del personaje en escena, desde la chica aniñada e inocente del primer monólogo a la mujer madura del último; tal como vemos la reconfiguración de sus deseos en otros, nuevos. Esto simplemente no ocurre, y nos quedamos con una actuación que, si bien transmite la esencia emotiva del texto, no se deshace de ese tinte verde, llevándonos a pensar que hace falta trabajo.
Ahora bien, aunque la actuación tiene sus cosas, la dirección a cargo de Hazel González es quizás la que tiene más áreas de oportunidad. Hay momentos que se sienten extremadamente inventivos en la forma en que traducen el texto a la escena (por ejemplo, ese pequeño cuadro sobre el primer amor, casi de clown, que vemos en el segundo monólogo), pero otros que caen francamente en el lugar común. Los recursos con los que la directora juega, como el diseño de iluminación y de escenografía, son funcionales, y poco más. El estilo de dirección se vuelve casi ilustrativo, pero al mismo tiempo no da coherencia a los diferentes monólogos. Y entonces, aunque la actriz se expresa siempre con veracidad, da la sensación de que solo esta probando formas de hablarle al público; desde el sentarse en el suelo y decir su texto, hasta hacerlo corriendo o bailando. Ese es, diría yo, el principal problema de este montaje. Está lleno de atisbos a lo que serían grandes ideas, pero cuya ejecución a veces no es tan exitosa. La dirección experimenta con tantos lenguajes que no termina por establecer el propio, y a falta de un lenguaje escénico claro, parte del discurso se pierde en el camino.
Ahora, queda claro que este montaje no es perfecto. Pero a mí parecer, sí es perfectible. Nuevamente, yo veo en Monólogos de Centro Comercial un enorme potencial, además de ser ya un espectáculo entretenido y conmovedor. Mucho se habla de las grandes producciones, y del inmenso talento que la escena teatral mexicana posee. Pero cuando decimos esto, solemos ignorar aquellas producciones independientes que poseen el mismo valor artístico (y áreas de oportunidad) que las obras más famosas, ganadoras de premios. Monólogos de Centro Comercial es un diamante en bruto, que falta pulir, pero que no por eso deja de ser precioso. Este es el tipo de teatro independiente que me gusta recomendar; y, sobre todo, al que me gusta volver.
Monólogos de Centro Comercial se presenta los martes a las 8:00 pm en el Centro Cultural El Hormiguero. Funciones hasta el 27 de mayo. Boletos disponibles en taquilla y en línea.